lunes, 3 de noviembre de 2008

irredento finito, soluble.

Bailar con Shiva es difícil, un tanto delicado; sus brazos se remolinan constantemente, alguno lleva un sable, otro la caracola y uno más el incienso que nos habrá de devorar alguna ves. Das un paso al frente, y dos atrás, bajas la cabeza y esquivas el sablazo, soplas la concha e invocas el tiempo. Sus piernas matizadas esconden sólo el más puro cósmico secreto, y en su sempiterna mirada lo ves, indetenible, irrevocable: un tempestuoso meteoro de consecuencias inequívocas, un sustrato final de una sentencia pautada. Felizmente lo aceptas, la tomas de dos brazos, le haces el amor en una armonía de dolores cuspidos, secas sus lágrimas pues ella así lo quiso, y cuando todo el cristal termina de sesgarse, y el placer se desbanda graznando cenizos valles de acuarela muerta; lo asientes, lo permites y comienza. Mas en tu espalda no pesa, y así empieza su baile, y el caos que le sigue, humaradas equidistantes sumiéndolos en la espesura, ven, ven y baila con Shiva... Ahora toma tu máscara y se una con Kali, y en la época de la oscura alegría, baila, baila con Shiva.

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