domingo, 7 de noviembre de 2010

Utmöl

Utmöl

Un aire helado entumió sus dedos que garrapiñaban un manuscrito bohemio y soñador, el agudo frio traspaso los nervios y detuvo la acometida de la pluma sobre el papel, Utmöl, se irguió un poco sobre la vieja silla chirriante, y observo por su ventana. El ocaso devoraba el horizonte, su débil visión, se volvía inútil conforme las sombras se comían los detalles, pero el tornasol de la tarde invernal, pintaba ese horizonte, el suyo, de un carmesí que rampaba sobre las crestas de los montes, que parecía apuntalar el ensañamiento de un sol antiguo, que hundía sus rayos en el borde del único mundo, ese horizonte, que dejaba ver una hilera de vegetación acongojada por el gris avance del vespertino advenimiento, ese, que ahora ante su nostálgica visión lo postraba en bruces a percibir el tiempo avanzar incesantemente, donde los infructuosos esfuerzos de despertar fracasaban desmesuradamente. El calor de su llanto le otorgaba un cobijo espectral, el fluido de sus cuencas resbalaba por su cráneo, empapando sus brazos, y derramándose sobre el manuscrito, creando un amniótico descanso casi de placer umbilical, pero el frio no se negaba su presencia, y rugía imponente sobre su ventana, entrando con portentosa autoridad desgarrando sus deseos, esa visión era penosa, el invierno que tanto amaba, le reclamaba el cuerpo, su temple de tantos años caminados, se desmoronaba y él lo permitía, no tenía el ánimo, o la fuerza para detener el deterioro de su ser. Mientras iba obsequiando su calor al mundo, y las orbitas se anegaban en sollozos solitarios que solo las longevas estrellas escuchaban, le aconteció una visión; era un coro de divinidad infinita, un escarlata espectro de radiante belleza sempiterna, respingo su dorada arpa, y tendió su guarecido brazo, mas el incauto no tenía fuerza para aferrarla, fuerza, o fe, las había perdido ambas, acaeció que el desesperado arcángel no pudo ayudarle, y con una reverencia retiro su vuelo hacia los palacios de su firmamento, y a Utmöl la nublada vista se le disperso, y se vio solo y moribundo sobre el helado lecho de su muerte, ya la vida se le había extinguido, pero algo le aferraba aun los huesos, una última mirada a aquel retrato roto que yacía inmóvil en la oscuridad del cuarto.

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