lunes, 20 de octubre de 2008

Zeal’Hatum

Zeal’Hatum

Grandes y voraces se arremeten unas a otras. Su poder retumba amarillo, se siente en la piel, y carcome el espíritu. Su fatigante juicio proclama y dicta el tiempo. Su rugir monótono y aberrante nos confina a un silencio propio y mordaz. La Joroba del camello es apenas un leve refugio ante tan tortuosa andanza. Las dunas se estiran infinitas a la vista, los hombres dejan de serlo durante una tormenta, y se vuelve uno a su camello.

Cuando al fin las nubes de arena azotan una última vez y se elevan al cálido cielo por donde vinieron, las estrellas acongojadas nos reciben, y nos señalan: he ahí los hijos del desierto, helos ahí boyantes, tercos secuaces de su indómito amo….

Los hombres no hablan mucho, sólo asienten o lo niegan, la piel se desquebraja, y el entrenado ojo del guía pierde tristemente el camino hacia el agua. El temple se desquebraja de apoco, y los camellos chillan arrastrando ya cadáveres, los pocos que aguantamos somos muertos en vida, la locura torpe que provoca la sed hace a algunos caminar a las tierras que devoran hombres. Finalmente mi cuerpo no lo soporta más, sólo quiere tenderse a yacer…

La muerte parece tersa, me deja descansar en brazos de alcanfor, acurrucado con las lanas de preciosos Kilim, garrafas que no cesan de saciar mi sed. Hermosas bailarinas que retumban con el sabor de Persia y un chillido impetuoso que me rompe el trance.

Ante el rayo fulgurante del ominoso sol mi pupila ya quemada trata de frenar su poderoso embate. Entre la inmensidad del océano de arena, veo a los buitres arremetiendo sin cesar sobre los cadáveres que junto a mí yacen. Algunos no han muerto aún y sus vísceras se derraman de fuera, siendo comidos en vida. Mi fiel camello ha muerto, tan piadoso que no quiso huir en busca de agua, temiendo destrozar en su camino a su ahora agonizante amo. Quiero terminar este momento que los dioses se apiaden de nuestra causa, remuevo mi armadura, trato en vano de empuñar en alto mi shamsir, pero ésta me quema, su lustre capaz de degollar un caballo me deja ahora impedido para terminar mi vida. El cuerpo se desvanece una vez más, y caigo tendido de apoco sobre la arena del desierto, la cual lentamente comienza a engullirme el poderoso, horno de los dioses, el laberinto perfecto…

No hubo sueño alguno, no desperté pues creo que nunca dormí del todo, simplemente abrí bien los ojos: la noche había llegado, Nannar brillaba en lo alto y la dualidad desértica se presentaba con un frío desgarrante, sentía mis últimos momentos llegar, al menos moriría bajo el triste lamento estelar. Un buitre se posó junto a mí, de a poco comenzó a picotear, tanteando mis fuerzas, burlándose en mi cara.

— ¡Vamos buitre termina ya! Llévate mi carne, toma ya mi preciado aliento, llévatelo todo, pues mi ejército ha caído, el desierto lo ha comido, llévate mi aliento…

Cuando el buitre estuvo por picotear mi abdomen, el grito de un halcón cimbró el horizonte, abalanzó sus agudas garras y apartó al buitre el cual revoloteó mal herido. El ave se posó junto a un cadáver y giró a verme, traté en vano de llamarle, “ajdal” “ajdal”
Mis brazos apenas podían moverse, y escuché los cascos levemente disimulados por la finura de la duna, al tope de ésta, un jinete se dejó ver iluminado por los ases de luna, su pelo era largo y negro, sus ojos demasiado bellos, su rostro se encontraba tapado por un velo. Era una mujer de hermosura sin igual, vestida para la guerra; desmontó el precioso caballo de una blancura exime, se acercó lentamente a mí, cogió una alcarraza y lentamente me dio a beber. Al principio mi cuerpo tomó desanimado, pero tan pronto el líquido comenzó a refrescar mi ser, cogí la alcarraza con mis manos y la alcé, dejando escurrir copiosamente el brebaje. Tomé hasta saciarme, mojé el dastār que cubría mi cabeza, y comencé a agradecer una y otra vez. La mujer silbó y el halcón bajo presuroso a su brazo, monto de nuevo, y me miro fijamente:

— ¿Cómo te llamas? Es imperante saber— le pregunté

—Benazir— respondió y partió presta hacia la nada…

Cuando al fin hube recuperado mis fuerzas, vi un camello solitario apertrechado para la marcha, me apresuré a montarlo y avancé presuroso hacia un destino incierto. Cuando al fin el sol comenzaba a despuntar, una silueta de un ser alado se me presentó: atónito frené, escuché unas palabras en un tono imposible de detallar:

— ¡Sólo hay un dios “AHURA MAZDA” y tu eres su profeta! —.

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