martes, 4 de noviembre de 2008
Árbol
Allí está mi árbol. No es el más grande, tampoco es del desecho de la tierra pútrida. Allí está mi árbol, comiéndose los pies de las langostas hasta secretarles el sueño infinito. Está cercano a mi estrella, a un cuarto del espejo lunar y entre las nieblas, reposa, duerme. Un hombre de ojos angustiosos y reservados dijo que sin agua no viviría, así que le mandó la lluvia de su tristeza, haciendo una cascada remolineada, una cola de serpiente, mejor de un armadillo. Entonces vi que se ahogó mi secoya, y del terror y furia, le arranqué las pupilas con mis colmillos de licántropo dormido, alcanzando el cartílago cercano de la ceja. Me tragué, admito, un poco de su leucocito, no más amargo que el mar de un hombre desnudo. Le tomé el ojo, pluralmente digo, quité la dualidad y le deseché su presente en el encierro del futuro. Huyó aterrado, no era la segunda vez que le quitaron dos pepitas de un inframundo. De esos dos ojos, le sequé las raíces a mi secoya, durmiendo en un cuento sin fin y sin una postura ovalada de inicio. Allí está mi árbol. Mi árbol. Mi secoya.
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