La puerta era de madera al tocarla se filtraban las termitas. De abajo hacia arriba se recorrió la cadena hasta desclavarse del candado. Fue para entonces que Aragón se dio cuenta que su amigo la estaba abriendo lentamente. La puerta dio paso, y entre el polvo de lo viejo, apareció el gesto humilde de su amigo.
Magdo era un hombre adulto hecho y creado para recrear memorias del pasado. Lentes circulares perfectos, nariz recta para señalar al culpable, labios cálidos y una cabellera ondulada, donde la frontal estaba repleta de cenizos blancos deseos. Le sonrió y estrechó su mano con suma corrección.
—Cuánto tiempo sin vernos, Aragón.
— ¿Unos cien años no crees?
—Con eso de que tú te encontrabas al otro lado del muro de Berlín.
— ¡Ah, cómo me lloraste! Desde los sesentas hasta el otoño del 89 cuando nos volvimos a ver. Recuerdo que dos veces te contaron como una persona muerta. Habían dicho que eran setenta y un muertos cuando fueron los sesenta y nueve. ¡Qué bien la hacías de alemán, cuando te convenía!
—Así es —reía como si la nostalgia hubiera aprovechado la oportunidad —las mentiras que nos contamos ¿Verdad amigo?
—Todavía mientes tan bien.
—Sobre todo tú ¿Pensaste que yo creí siempre que en tu cama había miel y cera para que todos los días estuvieras embalsamado? Ni te creas tanto, Alejandro Magno.
Rieron hasta comerse los dientes, la picardía primero.
En el patio de la entrada había un sauce rejuveneciendo, tomando lentamente los vapores de los girasoles. Era el centro del universo. En el costado derecho del sauce estaba uno de los tantos cuartos místicos, lo pasó hacia el comedor y cocina. Siempre Magdo tenía doce sillas y doble par de cucharas, no estaba de más tener en casos de emergencia. Las paredes oscuras para espantar a los alacranes, y sobre todo, un reloj que era la cabecera de la puerta donde se estuvo arrancada. Las manecillas se leían al revés, era especialmente para los zurdos. Tomaron asiento. La ventana estaba frente a ellos, donde se reflejaba una maldición que Magdo hizo para que nunca entraran los lagartos y demás animalejos a comerle sus flores negras: lluvia.
—Me encanta ese conjuro que hiciste —comentaba Aragón mientras sorbía su té, en punto de ebullición exacto, sin más dulce ni menos flor.
—Todo por las flores. Hago todo por mis flores. —Miraba por el reflejo. —Son las únicas que me tienen cariño, ni siquiera una mujer me viene a visitar.
—Pero tienes a Armiño.
—Claro.
Armiño era una pequeña lechuza blanca que él adoptó en tiempos de invierno. La encontró cuando ella se protegía de los humanos por debajo de una cúpula. Para entonces al hombre le encantaba vigilar el museo —antes de que lo despidieran— y su inquietud era por conocer la arquitectura. El pájaro estaba echadito, entumido sacudiendo sus alas. Lo tomó como bebé y lo llevó a un lugar seguro.
—Tanto tiempo y Armiño me hace sombra. Al menos me hace sonreír.
—Con eso de que me intentaste matar lanzándome al tsunami de Sumatra, sino hubiera sido todavía tu fiel amigo.
—Querías conquistar a la turca. Yo te ayudé.
— ¡Pero ya estaba ahogada!
—Hacerle compañía era sano. Al menos hubieras tenido una feliz navidad ¿No crees?
—Me la pasé nadando, escupiendo cabellos de los muertos. Además para entonces yo era fiel... a esa desgraciada.
— ¿Ya no son agua y veneno, tú y Yamilé?
—No. Ya no.
— ¿Y te duele tanto?
—No hablemos de la desgraciada.
—Duraste más tiempo con la de Babilonia. No le lloraste tanto.
—Pero Yamilé es Yamilé.
—Ni que haya sido la mejor vampiresa.
—Era persa.
—Esas muerden de más.
—Olvidemos a Yamilé ¿Quieres?
—Está bien, solamente dime por qué regresaste, por qué no te fuiste a Canadá, como pensabas hacerlo desde años.
—Por la desgraciada... —el ácido del reflujo recobró energías, mas Aragón pudo contener la bocanada. Tragó, amarga como el presente en el que se cuestionaba. —Ágata me avisó que ya no podía revivir, como en otras ocasiones lo he logrado.
—La primera porque tu mamá se murió en el parto y tú te ahogaste... la segunda cuando apareció la epidemia de la langosta; la tercera, en el mar. La cuarta cuando los romanos fueron derrotados por los ostrogodos... la cruzada la quinta. Segunda Guerra Mundial... ya son más de cinco ocasiones. ¿Qué no te cansas?
— ¿De?
—De tanta tragedia.
—Y te faltó el complejo de Edipo.
—Ingrato.
—No es necesario que lo digas, lo sé perfectamente. Simplemente necesito vivir, sabes que todos los pobladores sin mí, son una fuente destructiva. Entiende. Por mí has vivido, también los científicos.
—Con eso de que sabes tanto, te sientes un dios.
—No soy un dios, ni siquiera sé de dónde vengo.
—De una mujer egipcia.
—Eso dicen todos.
—Dudas demasiado.
—Algo.
— ¿Y yo qué haré, quieres renacer, que te ayude a cambiarte los pañales?
—Soy la mitad apasionada de Venus. Venus me ama y mi astro la ama... mas Yamilé dejó la maldición de Leo... entiende... para quitar ese hechizo, necesito sacrificar una chica de Venus, mi zodiaco se lleva bien con ella. Al darle el sacrificio es como si fuese una prueba de amor.
— ¿Ya no conocerás a una mujer para quererla?
—He conocido a tantas, no es necesario enamorarme de alguna.
— ¿Y qué, quieres que te presente a una mujer? De ninguna manera será una amiga... son personas valiosas, no quiero que se arrimen a un desgraciado como tú.
—Desafortunadamente la conoces.
— ¿Quién es?
Del bolsillo derecho del abrigo sacó el pétalo de adelfa, y de su palma se la entregó a Magdo. La flor había contenido polvos blancos y una fragancia inolvidable. Entonces el hombre olió, buscando el autor de ese olor.
— ¿Si reconoces quién es la persona? —Sonreía Aragón.
Seguía en la búsqueda...
—Es una niña, una criatura inofensiva, tan inocente, que, juro que ella nunca ha sido feliz con un hombre. Parece que viene de padres y de familia unida. Fina, de movimientos atolondrados y de grandes ideas, cabellos cortos.
—Dana Salas... —decía asustado Magdo — ¿Quieres...?
—Es la elegida. La única que no le causó molestias la adelfa. Conoce a la perfección las cosas extrañas del mundo y el arte en general.
— ¿En serio quieres fragmentar a esa bella mujer?
—Esa niña es la que tiene lo necesario, naciente de Venus noble, majestuosa, imbécil. Ella caería fácilmente a mis brazos, tal vez daría la vida por mí.
—No lo hagas. A ella no le hagas nada malo.
— ¿Tienes otra posibilidad?
—No conozco a otra dulce mujer semejante a ella. Simplemente es hermosa.
— ¿Qué prefieres, tu vida o la de ella? De todos modos si no me ayudas, yo moriré, igualmente tú, y los de la secta Corvus ¿No quieres vivir otro tiempo, ser el científico que siempre has sido?
—Pero ella no lo merece —calló —. Es hermosa, es gentil, tiene energía de la que quisiéramos tener. Un poder excepcional. Apenas es una joven de dieciocho años. No tiene por qué pagar platos ajenos. Me rehúso.
— ¿Y qué harás para impedirlo?
—Comerte.
—Primero mira tu brazo izquierdo. Levanta la manga y verás lo que nos ocurre.
Obedeció. Levantó lentamente la manga y de la primera vena vista de la muñeca se iba formando una raíz de piedra. Al ver que la raíz se iba abriendo, seguía el camino hasta toparse con un pocillo, un hoyo negro que se hacía en el doblez del brazo.
—Nos estamos desintegrando —decía Aragón, serio. — ¿Quieres seguir muriendo?
Magdo se veía impresionado, asustado. Todavía tenía algunas pruebas que presentar en los laboratorios, hasta obtener un reconocimiento sobre su investigación. Se aferraba, el dolor era extenso, demasiado para su realidad.
— ¿Ella es la elegida?
—Así es, la elegida.
— Tengo miedo...
—Yo también. Todos dependen de mí... ¿Prefieres ver a diez mil muertos, a una muerta, a cambio de un sacrificio necesario?
—Ella.... ¿Por qué ella? Pequeña luciérnaga, llena de ternura, de conocimiento, de poder... ¿Por qué tuvo que ser?
—La única capacitada...
—No hay mujeres de esas en esta vida... en mil años no encontrarás una como ella.
—Eso siempre me han dicho, y en cada camino, siempre hay una serpiente que envenena, aunque sean pequeñas dosis.
—No estoy refiriéndome a eso. Me arrepentiré de esto... pero si es por Corvus, y por muchos, debemos sacrificarla.
—Eso es lo que he aprendido en toda la vida: no tener corazón para uno, sino para miles. ¿Qué pasa si ella muere? Será únicamente un abono para la tierra, una pequeña fracción mundana. Por algo no deben temer a morir: son nada. La nada verdadera.
—Ha dejado tanto en este mundo.
—Malo que no lo haya hecho. Ya hizo lo necesario. Ahora es necesario que sirva para algo, de manera material. Debo dar su sangre, y convertirlo en una sustancia en honor a Venus. Quiera o no, es nuestra salvación.
— ¿Y qué quieres que haga?
—Dámela, solamente quiero tratarla. Y cuando vea que ella se encadena, la poseo, le doy muerte, como en varias ocasiones hemos dado a los que no merecen vivir.
—Ella merece la vida.
— ¿Qué me gano con eso? Solamente es un humano. Una criatura distraída.
—Algún día dirás lo contrario.
—Perdóname. Necesito conocerla. Llévala a donde vaya, dame todo lo que sepas de ella. Su dirección de casa, a dónde va cada mañana, tarde y noche. Decirme todo.
— ¿Sabes dónde estudia verdad?
—Sí.
—Trátala allí entonces.
—Tráela el sábado. En el lugar donde siempre nos encaminamos junto con César. Este sábado debo tratarla, y ella debe enamorarse.
—Me sentiré tan mal...
—Es el ciclo de la vida... ¡Vamos! Hemos visto morir a muchos seres queridos, no creo que sientas tanto por una damita.
—Fíjate que sí lo sentiré.
—La vida sigue... bien, tengo que retirarme, acompáñame a comprar la cena...
domingo, 30 de noviembre de 2008
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